La novena falacia dice, cualquier cosa puede ser arte. En un sentido general podemos afirmar que arte es una característica propia del hombre y exclusiva del animal humano, como resultado de su inherente capacidad de transformar y significar la realidad. Aquí radica, tal vez, en cuanto a su comportamiento, su primera y más definitiva característica como especie, y también el origen de todo lo que a través de la historia finalmente llamamos arte. En este sentido, toda cultura posee una expresión artística, dado que está constituida por individuos que intrínsecamente, como parte de su naturaleza, transforman la realidad y le dan un significado a las cosas, y, en última instancia, a su propia existencia. Este es el sello propio de lo humano, y posiblemente aquello que lo une a los dioses, al sentido de lo divino y trascendente.
Para cualquier animal del planeta, las cosas son lo que son y punto: un árbol es un árbol, una piedra es una piedra, un río es un río, pero, desde el inicio de los tiempos, el hombre parece ver en la naturaleza algo más, una dimensión oculta, el hecho de que lo más evidente a sus sentidos físicos, pueda al mismo tiempo contener otros significados, es decir, que el mundo sensible sea, al mismo tiempo, un símbolo que refleje una dimensión metafísica. De esta manera, el sujeto primitivo (entendida esta palabra en su sentido original de; primero), como resultado de su condición más fundamental y determinante, vivía no solo en el mundo natural, sino además en conexión vertical a la esfera de lo inteligible.
Por lo tanto, arte, no es una consecuencia de la cultura ni de la civilización como podría pensarse, sino de la misma naturaleza del animal humano. Al mismo tiempo, esto le permitió descubrir una dimensión sagrada de la realidad, donde el mundo natural no es solo lo dado, sino que contiene además otros significados; comprende la finitud de su existencia terrenal, sabe que va a morir, de manera que rinde culto a sus muertos. Este sentido ritual de religiosidad es también una característica connatural a la condición humana que intuye la materia animada por el espíritu.
En definitiva, el hombre crea una cultura como manifestación de lo que es y, en este sentido, arte, comprendido grosso modo, es la forma en que se expresan los pueblos y los individuos, la manifestación de su interpretación del mundo y el sentimiento de una dimensión trascendente de la existencia.
Resulta algo más elusivo determinar una definición específica de arte, ya que cada civilización es consecuencia de una época que posee sus propias características, únicas e irrepetibles. Sin embargo, dentro de una misma cultura podemos observar una homogeneidad, lo cual indudablemente nos habla de individuos que comparten una misma interpretación y significación de la realidad, situación que aparece reflejada en su forma de vida, que en toda cultura tradicional muestra un alto grado de coherencia. Esto es relevante, porque nos indica que los diversos sujetos pertenecientes a una determinada época, en algún momento, en el origen de la misma, sentaron ciertas bases o criterios fundamentales, que con el tiempo decantarían en una forma de organizar la sociedad, su estructura política y económica, en definitiva, su forma de vida, y por lo tanto la transformación de la realidad, la creación de un universo propio dentro del devenir de la naturaleza. Podemos decir que el resultado final, e indudablemente el más significativo del proceso transformatorio que experimenta una civilización, estará representado por su música, literatura, arquitectura, pintura, etc., y al mismo tiempo es su característica distintiva, lo que llamamos arte, y a su vez este, es lo que en última instancia permite al hombre habitar y existir en una determinada realidad y experimentar en sí mismo ciertos aspectos del Cosmos.
Es necesario destacar, sin embargo, el notable punto de quiebre que tiene lugar a partir del Renacimiento, ya que en la época Medieval y durante toda la Antigüedad, arte tuvo siempre una función mágica o religiosa, implicaba un sentido devocional y era la forma en que los hombres, apelando a sus más altas cualidades, establecían un vínculo con lo divino, rompiendo el flujo temporal para llegar a la eternidad. En este sentido, dado su carácter simbólico, cumplía una función social, como el poema Enûma Elish, texto épico de la cosmogonía sumeria, el cual se recitaba anualmente con motivo de las solemnes fiestas de año nuevo y relata la victoria del dios Marduk, contra las fuerzas del caos, encabezadas por Tiamat. O el Mahabharata, una larga epopeya hindú, que al igual que La Ilíada de Homero, tiene como tema principal una guerra. Existe un sinnúmero de textos y poemas fundacionales cargados de simbolismo que han servido a las sociedades antiguas como modelos ejemplares para la vida.
Desde el origen más remoto de la civilización, arte, ha estado presente en las sociedades humanas, demostrando ser algo constitutivo de su esencia. Etimológicamente viene del latín ars, y del griego téchne; se refiere a las cosas que el hombre realiza, al saber hacer. Indudablemente dentro de este saber hacer, existe toda una serie de grados de acuerdo al desarrollo de los pueblos y, en última instancia de los individuos, los cuales podrán reflejar un conocimiento más o menos profundo de la naturaleza.
Dentro del contexto de una cultura tradicional, la forma de vida y el arte están unidos, lo cual en verdad no podría ser de otra manera, ya que el proceso de una civilización es un continuo, y la naturaleza misma del ser humano, constituida por la capacidad de transformar y significar el mundo, implica que todo lo que el individuo hace tiene una cualidad, un saber hacer, un ars o arte, el cual encontrará su punto cúlmine en las actividades conocidas como poesía, música, pintura, escultura, arquitectura, etc., por la razón de que no son actividades utilitarias, no tienen relación con el simple devenir natural, sino con el Ser y la intuición de lo espiritual. Por lo tanto, son estas actividades las que más contribuyen a significar la realidad y, en último término, a transformarla. Conviene subrayar que esto es entendido dentro del contexto de una tradición, o sea, de una cultura fundada sobre principios y sobre un sentido de lo Sagrado. Solo en ese contexto las actividades del individuo, lo que hace en su vida cotidiana, podrá contener, en cierta medida y dependiendo de su apertura intelectual, una cualidad, un arte. Lejos, infinitamente lejos nos encontramos hoy de esta situación, por tanto, la afirmación moderna de que todo hombre es un artista, posee ciertamente un germen de veracidad filosófica, sin embargo, resulta total y absolutamente falsa en el contexto de la Posmodernidad y, además, subversivamente peligrosa. Por cuanto es manifiesto que muchos así lo han creído, y con esto, han terminado por convertir literalmente cualquier cosa en arte, pero las cosas son lo que son, no lo que dicen ser. La transfiguración de un objeto común y corriente, que como cualquier otro tiene su saber hacer, su ars, convertido en una pieza de museo, es decir, en lo que se supone el punto cúlmine de la actividad intelectual humana, y por lo tanto, en un arte superior, puede darse solo como resultado de una inversión de valores y significados, amparado por el poder de la industria cultural, y por la indiferencia que estas operaciones suscitan en el público que asiste a este espectáculo.
El arte, necesariamente refleja la forma de vida de los pueblos, por lo que no debemos extrañarnos de la ambigüedad y los interminables estilos y propuestas que hoy conviven sin mayor conflicto, los cuales, con la misma rapidez que aparecen quedan obsoletos. Hoy el individuo «artista» tiene su propia teoría y se inventa un arte a su medida; se celebra sobre todo la transgresión, la libertad absoluta en cómo se expresa, lo novedoso, lo efímero y la ausencia total de criterios, parecen ser las directrices más importantes en las que se fundamenta el arte contemporáneo. Sin duda es el motivo de porqué hoy en día sea habitual preguntarse con desconcierto: ¿qué es arte?, ya que cualquier cosa pretende serlo. Insisto, en que esto solo podría darse en una cultura tradicional, en la que cada cosa participa coherentemente de la misma forma de vida, que en última instancia, y por medio de diversos lenguajes permite la manifestación de la esencia espiritual del hombre, la cual reside más allá de lo transitorio y de lo relativo. Solo en ese contexto podría pensarse entender todo quehacer humano como arte, aunque incluso allí habría que distinguir niveles y categorías. Me parece que este es el motivo por el cual hoy en día se exhiben en museos una serie de objetos de «arte antiguo», ya sea egipcio, griego, olmeca o chino, dentro de los cuales se encuentran todo tipo de objetos de uso diario, considerados como la expresión de su arte, lo cual es correcto. Con distintos grados de simbolismo, todo lo que el hombre hacía dentro de ese contexto tradicional manifestaba espontáneamente su naturaleza, a saber, la de significar y transformar la realidad. Sin embargo, dentro del contexto de la Modernidad y hasta nuestros días, las cosas han cambiado, la sociedad ha sufrido un profundo proceso de secularización, el individuo solo responde a sí mismo, se autoconstruye según su propia voluntad de poder, ausente de todo modelo o principio. El antiguo artesano se volvió el operador de una máquina, las cosas comenzaron a perder sus cualidades mientras aumentaban en cantidades, en este proceso industrial se perdió el saber hacer, el ars o arte de las cosas de uso cotidiano; es decir, el sujeto se inició en un nuevo mundo en el cual se introdujeron en su forma de vida, objetos que habían perdido parte esencial de su valor: su cualidad humana, siendo solo la utilidad su aspiración.
Es significativo que en la Antigüedad el ser y el hacer del hombre estuvo ligado siempre a una función ritual, religiosa, mágica, en definitiva, a una cosmovisión, lo cual lo llevó al establecimiento de realidades culturales homogéneas, coherentes, donde las acciones individuales se desenvolvían dentro de un relato, en forma de historias mitológicas o revelaciones, que guiaban y ordenaban la vida en sociedad. Solo a partir del antropocentrismo renacentista, el individuo comienza a guiarse por su propia razón, libre de modelos; una nueva sensación de libertad se apoderó del hombre occidental, emancipado del dominio omnipotente de la religión, mientras comenzaba a explorar sus propias percepciones. Su mirada descendió del cielo a la tierra: ya no son ni los dioses ni la eternidad su inspiración, sino la materia, el espacio y el tiempo.
Por lo tanto, como consecuencia de una nueva forma de vida, se inauguraba también un nuevo arte. Digamos que aún en el Renacimiento encontramos todavía grandes manifestaciones del espíritu humano que respondían a una tradición, a principios morales, estéticos y técnicos, pero es también cierto que gradualmente el centro de atención se trasladaba de la obra y de su sentido simbólico, a la personalidad del artista y a la calidad estética de sus creaciones, lo cual exaltaba el genio del individuo que, aunque utilizaba técnicas nobles y temas religiosos o mitológicos, perdían fuerza a medida que ganaba fama su creador. Esta situación se vería acrecentada a partir del siglo XVII, por el carácter artificioso del Barroco, donde la realidad aparece alterada en sus proporciones, dominada por la ficción y una perspectiva ilusionista. El Dictionnaire de Trévoux (1771) lo define en estos términos: «en pintura, un cuadro o una figura de gusto barroco, donde las reglas y las proporciones no son respetadas y todo está representado siguiendo el capricho del artista».
Posiblemente la revolución francesa vendría a dar el golpe de gracia a este proceso de secularización. A partir de finales del siglo XVIII, surge una nueva forma de vida, enmarcada dentro del movimiento llamado Romanticismo, en el que el individuo se sumerge en sus propios sentimientos, hasta el desbordamiento de sus más sublimes y desgarradoras pasiones, así como el volcamiento hacia todo lo subjetivo, irracional y oscuro. Surge un énfasis en el yo, expresado en una rebeldía y un descontento con la realidad y, por sobre todo, en la búsqueda de libertad. Dada la relevancia que este movimiento adquirió en la vida social durante los próximos siglos, no sería equivocado ver en ellas lo que sería el germen de las vanguardias del siglo XX, donde veremos florecer muchas de las ideas románticas.
Por este motivo, podemos ver al siglo XX como el estallido de una visión que se ha venido gestando por siglos y que en ese momento alcanzaba la superficie, es decir, el lugar reservado para las expresiones cumbres del intelecto humano, las artes. De esta manera, la secularización de la sociedad abarcó toda la esfera de sus actividades, abriendo un nuevo horizonte a la visión del hombre moderno, liberado de toda tradición, confiado en las ciencias empíricas y en el puro poder de la voluntad humana, que ya no presta oído a los dioses, se alza como un pequeño demiurgo orgulloso para crear un nuevo mundo de indefinido progreso.
De esta manera es posible comprender el surgimiento de las vanguardias, ya que la sociedad misma perdió su cohesión, está fragmentada, no tiene un fundamento que le dé unidad y sentido a la vida del hombre, él debe crear su propio sentido. De alguna manera, los distintos manifiestos aspiraban a refundar un ideal, a trazar ciertas directrices, un camino por donde transitar un mundo en conflicto. Cada una de las vanguardias tenía ideas revolucionarias, rompía algún canon, algún principio establecido; iban a la conquista de territorios no explorados de la mente humana: el inconsciente, lo supraracional, lo supraemocional, todo límite debía ser rebasado. Pero los procesos de cambios se aceleran y estos movimientos de avantgard son destellos que no duran más de una década, pero que sin embargo van modelando una nueva forma de percibir el mundo. Serían las posvanguardias de la segunda mitad del siglo XX las que ahondarían en mayores transgresiones. Las teorías van substituyendo a las obras, que en muchos casos se vuelven irrelevantes, convirtiéndose el proceso conceptual en el sentido y sustento del nuevo arte secular.
Un fenómeno singular que comienza posterior a la segunda guerra mundial y se agudiza a finales de siglo, consiste, no ya en una secuencia de vanguardias o estilos, sino en la convivencia de los mismos, pero no como un intento de refundar un ideal o de trazar un camino, sino como síntomas de conformismo. Es posible que un genuino espíritu intelectual de las primeras vanguardias fuera sepultado en los escombros de las guerras mundiales, ahora supeditado a la hegemonía del capital. Resulta significativo de que en una cultura convivan simultáneamente múltiples expresiones de arte, hecho que debemos entender como una consecuencia del individualismo y del subjetivismo del hombre, inserto en una sociedad secular, sin un fundamento que aglutine sus partes en un todo coherente, lo que en definitiva ha decantado en un predominio radical del relativismo en todas sus formas. El arte posmoderno ya no es solo consecuencia de una forma de vida, de una sociedad, sino, sobre todo, de un sentir individual, y no tiene más límite que lo que a cada cual se le pueda ocurrir. En este sentido la máxima «todo puede ser arte», bien puede traducirse en todo es válido; la forma de vida del hombre posmoderno, desvinculada de una tradición verdadera, así como de todo principio moral, ético y estético, da vueltas en un eterno devenir relativista en el que todo límite o jerarquía ha sido abolido. La dictadura de la tolerancia hace que el sujeto acepte que está viendo la manifestación superior del ars humano, es decir de un arte, en su sentido tradicional, pero en realidad está frente a unas hojas secas, unas ramas, una aglomeración de objetos o alguna mugre que el artista encontró en su bolsillo, o en el divagar de su mente. Incluso en este sentido, también se aplica la idea del arte como reflejo de una forma de vida, ya que en gran medida lo que vemos patrocinado por los Estados y los principales actores culturales, es reflejo del vacío y la falta de sentido de las sociedades modernas, y especialmente, de la deshumanización que experimenta el hombre, la pérdida de contacto con su propia naturaleza, con su esencia. Me parece que es aquí donde debemos ver el origen de la problemática actual de las artes. Si en relación a la Antigüedad, con distintos grados y niveles por supuesto, podría afirmarse que todo era arte, ya que la sociedad en su conjunto participaba de una cosmovisión, debemos decir que hoy, aparte de algunas excepciones que subsisten al rotundo naufragio de lo humano, es bastante difícil que como colectividad se manifieste propiamente el fenómeno del arte, simplemente porque ya es muy escaso encontrar el ser humano que lo produzca, además, gran parte de lo que se presenta como tal, es en realidad una propaganda al servicio de nuevas ideologías políticas, a un nuevo orden de carácter totalitario que, siempre escudado en bonitas palabras y en los derechos humanos promueve por medio del arte y la cultura, todo tipo de transgresiones que atentan a destruir la naturaleza humana y aspiran a sustituirla por una nueva naturaleza sintética, una nueva carne, transhumana, transexual, transestética, liberada de toda tradición y de toda condición natural a la especie humana.
Podemos concluir, entonces, que es conveniente al hombre abandonar este voraz impulso moderno de «creación artística». Es el trabajo en sí mismo, la constante observación de su vida y el desarrollo armónico lo que conviene ser su meta, ya que, como hemos visto, arte, es una consecuencia natural de la esencia humana, del desarrollo equilibrado de sus facultades, del logos y del intelecto abierto a los arquetipos trascendentes y reflejados en su forma de vida, lo cual, en última instancia podrá decantar y manifestarse en un arte.