Naturaleza y Arquetipo: Introducción

«Éramos letras exaltadas aún sin pronunciar, mantenidas en lo alto, guardadas en la Más Alta de las cumbres».

Ibn Arabi

La motivación original de este texto es plantear una mirada a la dinámica que enfrenta el hombre en el mundo moderno y, particularmente, cómo se ve reflejada en su forma de vida y en la concepción teórica y práctica del arte. Para ello, considero imprescindible observar el espíritu de nuestra época desde la perspectiva más amplia posible, y distinguir las principales características que lo definen. Por lo tanto, aquí se tratan dos temas fundamentales: por una parte, la naturaleza íntima del ser humano, en el sentido de las relaciones de hyle, psique y pneuma (cuerpo, alma y espíritu); y por otra, cómo la condición humana y sus posibilidades de ser y hacer en el mundo se ven influidas y determinadas por este período de tiempo al que llamamos mundo moderno, que empezó a gestarse a partir del Renacimiento, con una serie de nuevas concepciones de la realidad. Todo esto con el fin de dilucidar el estado natural y original de la humanidad terrestre, anterior a la «caída del hombre»; y al mismo tiempo, junto a la sabiduría de las cosmogonías y de la tradición antigua, vislumbrar el camino de retorno.

Numerosos ensayos tratan sobre este tema y es natural que así sea: el hombre quiere comprender su realidad, sus fundamentos, su origen y, con esto, su propia existencia. La Modernidad se ha investigado desde todas las áreas del conocimiento. Los estudios y análisis sobre este particular momento histórico (que también han servido de base para esta investigación), a veces, por su misma profundidad y especificidad, pierden de vista el horizonte, la visión de conjunto, sin embargo, ambas perspectivas son necesarias para una verdadera comprensión. De esta manera, el presente trabajo tiene especial énfasis en su carácter de síntesis de materias diversas, para conformar una cosmovisión de la existencia y la trascendencia.

Un resplandor de la verdad se anida en el corazón del ser humano, como una guía para la realización de su destino, así como los valores más altos contenidos en su naturaleza espiritual. En síntesis, todo lo bueno, bello y verdadero que contiene, que al mismo tiempo es infinitamente superior a todo lo que desea, posee y recuerda. Entre estas antípodas descansa una sombra, gruesa, densa y pesada, que mantiene al alma dormida, lejos de su patria, deambulando en el olvido. Sin embargo, esta situación no es nueva, ni se puede enmarcar dentro del período histórico que aquí abordaremos; es una condición tan antigua, que su inicio puede remontarse al momento mismo que conocemos como la «expulsión del paraíso» o «la caída», desde donde la humanidad ha ido gradualmente descendiendo y perdiendo el vínculo original con lo Sagrado.

En lo que se refiere al arte, el enfoque está puesto en la relación de su práctica con el mismo individuo, es decir, no hay ánimo de hacer clasificaciones de estilos o tendencias, sino esclarecer situaciones relativas al proceso creativo y a la psiquis del sujeto, en relación a las particularidades de la era moderna. Debemos convenir que toda expresión artística genuina es un instrumento que sirve a un propósito para el hombre. De no ser así, ¿qué sentido tendría la existencia de cualquier obra de arte? Hay quien dice que el arte es totalmente autónomo o que no tiene un mensaje, pero en el Cosmos nada hay independiente o insignificante. Esto no implica darle a lo artístico un valor utilitario, sino constatar el indisoluble vínculo que se establece entre el ser humano y todo lo que él realiza, sean estas obras de arte o de otra naturaleza, pero más aún cuando hablamos del producto de una suma de reflexiones o, al menos, de esfuerzos tendientes a producir un resultado. Por más que se busque la autonomía o independencia, los pensamientos y acciones del hombre son necesariamente reflejo del contenido de su psiquis, de las relaciones que de esta se proyectan, así como de su cultura y de su época.

En el mundo moderno, el predominio de lo científico ha modelado una sociedad tecnológica en la cual prolifera lo mecánico y lo electrónico, situación que habitualmente se presenta como síntoma de avance y progreso. Sin embargo, esto implica un alto grado de especialización y fragmentación del conocimiento. Los individuos desempeñan labores específicas, perdiendo gradualmente la visión de conjunto; la sociedad se vuelve una máquina en sí misma, y cada una de sus piezas —individuos— no sabe o no se pregunta hacia dónde conduce esta máquina, o quién mueve sus engranajes. Otra de las cuestiones que surge aquí, es si este sistema se implementa verdaderamente como un beneficio para el ser humano, o más bien como un mecanismo de control. Hoy vemos con frecuencia acontecimientos que cuando se observan en detalle, demuestran ser simulacros destinados a desviar la atención a cosas superfluas y, al mismo tiempo, a encubrir los verdaderos acontecimientos; estos escenarios, fachadas o simulaciones están infiltrados en todos los ámbitos del tejido social y, gracias a los medios tecnológicos, son ahora una vía casi universal de imponer formas de percepción, de pensamiento y de conducta, que finalmente conforman los estereotipos y las modas que sigue la masa. Lógicamente me refiero a la televisión, el cine, la publicidad y la propaganda en todas sus formas. Este fenómeno está fielmente reflejado en el mundo político, que despliega una clase magistral de simulacros, con grandes actores, escenarios y teatros. En 1928, Edward Bernays escribió en su libro propaganda: «La manipulación consciente e inteligente de los hábitos y opiniones organizados de las masas, son elementos de importancia en la sociedad democrática. Quienes manipulan este mecanismo oculto de la sociedad constituyen el gobierno invisible que detenta el verdadero poder que rige el destino de nuestro país. Quienes nos gobiernan, moldean nuestras mentes, definen nuestros gustos o nos sugieren nuestras ideas, son en su mayoría personas de las que nunca hemos oído hablar» .

Cabe destacar, que su uso del concepto «sociedad democrática», resulta exclusivamente decorativo y eufemístico, pues lo que Bernays describe es una radical antítesis de cualquier instancia democrática, ya que con claridad señala la invisible mano que mece la cuna.

Por otra parte, en un sentido instrumental, una de las características principales del mundo moderno es la máquina; sin duda esta ha redefinido el curso de la historia y facilitó una explosión demográfica sin precedentes que experimentó la humanidad el pasado siglo, donde septuplicó su número. Desde la revolución industrial se ha producido un cambio cuantitativo enorme en todo orden de cosas: la producción en serie a gran escala se vuelve un fundamento de lo económico y lo social, incluso el mismo ser humano parece haberse «producido en serie», no solo por el abrupto aumento de su número, sino por su estandarización y secularización. En todo orden de cosas la velocidad es una constante de este tiempo, todo va rápido, el hombre corre sin descanso ni respiro a todas partes, pero, ¿sabe dónde va?

Desde principios del siglo XX, nos encontramos ante un culto a la velocidad, tal como lo expresa el manifiesto futurista de Marinetti, publicado en 1909, en el cual leemos: «Un automóvil de carreras con su cofre adornado de gruesos tubos similares a serpientes de hálito explosivo (…) un automóvil rugiente que parece correr sobre la metralla, es más bello que la Victoria de Samotracia». Por otro lado, este documento destaca los aspectos supuestamente «liberadores» de la Modernidad: «Nosotros queremos glorificar la guerra —sola higiene del mundo—, el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los libertarios, las bellas ideas por las que se muere y el desprecio a la mujer». Con pasión Marinetti exalta ciertos valores opuestos a lo que considera una rancia y aburrida tradición, aunque su entusiasmo decanta en ideas modernistas algo absurdas y poco inspiradoras.

Si bien la tecnología y, especialmente la máquina, ha jugado un papel relevante en los últimos siglos, su utilización, tanto en la industria de la guerra y de la muerte, o creando diversas herramientas y posibilidades para el hombre, demuestra que en sí misma es un instrumento y una consecuencia del desarrollo del pensamiento, y de una particular concepción de la realidad. En otras palabras, la ciencia moderna y sus aplicaciones tecnológicas, pueden utilizarse en varios sentidos y propósitos, algunos de ellos beneficiosos y al servicio de lo humano. Sin embargo, la existencia misma de la tecnología y sus particulares características, ya implica una concepción del mundo, una forma de imaginar y percibir la realidad; es evidente que la ciencia moderna podría haberse desarrollado en otras direcciones, con otros sentidos y propósitos. Con esto quiero decir que la ciencia y el método científico no son neutros, como suele pensarse, sino que implican una serie de presupuestos y de axiomas sobre los cuales construyen una realidad, que ha servido de base al mundo moderno; delimitando un ámbito particular de percepción y un horizonte de posibilidades para el individuo y la sociedad.

Sin duda la influencia de personalidades como Copérnico, Descartes, Newton y Bacon, entre otros, fueron determinantes en la adopción de la diosa razón como vía al conocimiento, consecuencia de un largo proceso histórico que dio lugar a la ciencia moderna y sus aplicaciones tecnológicas. De alguna manera desde la Antigüedad clásica, dentro del pensamiento helénico, conviven dos formas fundamentales de explicar el mundo: la filosofía de la ideas de Platón, el mundo inteligible y trascendente, del cual el hombre participa por medio del logos y del intelecto; y por otra parte, la filosofía Aristotélica de la inmanencia, donde nos encontramos frente a una aproximación algo más racional, que vemos aplicada en sus detallados estudios en biología, zoología y botánica, es decir, en una preocupación por abordar el conocimiento a través de la observación y análisis del mundo sensible. Sin embargo, es destacable que ambos coinciden en aspectos fundamentales, ya que consideran que los principios últimos de la realidad son universales, inmateriales y eternos; si para Aristóteles, el Ser por excelencia es el Motor Inmóvil, para Platón es la Idea del Bien, el ente más real que existe y, por lo tanto, causa del mundo manifestado.

En las páginas que siguen, las observaciones en torno a la ciencia y la tecnología están fundamentalmente dirigidas al sistema de pensamiento que les da origen, es decir, al racionalismo, pero además, al modelo sociopolítico que las promueve. Se puede ver que hoy en día predomina un cierto dogmatismo, dado el carácter incuestionable que suele adoptar el pensamiento científico. Situación que se repite en diversas áreas, y responde a un problema de limitaciones de las metodologías, pero en última instancia a intereses políticos que actúan de acuerdo al sistema de poder que se ha construido en torno a la ortodoxia académica en general y su halo de verdad absoluta, que difícilmente se deja cuestionar. Pero, como veremos más adelante, sus leyes se aplican en ámbitos restringidos a determinadas áreas y funciones.

Como directa consecuencia de la producción en serie, la estandarización ha alcanzado no solo a los objetos, sino al sujeto mismo que gradualmente sufre una homogeneización y pérdida de identidad, en el sentido de su naturaleza íntima, ya que, por otra parte, se realza la importancia de la personalidad del individuo y todo lo que este hace en el mundo. Estos procesos tecnológicos, sociales y políticos han llevado gradualmente a una deshumanización del sujeto humano. El proyecto de la Modernidad y el liberalismo que ha desatado en todos los ámbitos, se ha vuelto gradualmente en contra de lo humano. Aquello que en un momento se creían legítimamente conquistas políticas, científicas o técnicas, inspiradas en auténticas creaciones al servicio del individuo, en la práctica se transformaron en sus inversiones; los medios de comunicación, en desinformación, individualismo o colectivismo; la velocidad, tan característica de esta época, en menos tiempo libre; el acceso a una vasta red de información, en menos sabiduría y, pérdida de la riqueza del lenguaje. En el ámbito político, las consignas de libertad, igualdad y fraternidad, heredadas de la revolución francesa, o las manoseadas y ya insípidas palabras, democracia, tolerancia y diversidad, muy aceptadas como modelos, en realidad actúan unilateralmente, es decir, la sociedad en su conjunto las debe aceptar y aplicar en su conducta, pero la clase dirigente, las agendas de la política mundial, no son recíprocas de estas mismas ideas, sino que, en su reemplazo, aplican un liberalismo económico, igualitarismo de clases, sexos y razas, todo bajo el slogan de tolerancia, que en última instancia debilita al individuo, lo convierte en un animal dócil, asexuado, parte de una masa tan diversa como deforme, a la vez que ignorante y superficial. Cabe entonces preguntarse, ¿es el mundo moderno algo distinto de lo que parece?

Según J. Baudrillard: «Lo que constituía la apuesta de la Modernidad ha encontrado su fin, que la mayoría de las veces es bastante monstruoso y aberrante, pero en él se han agotado o están a punto de agotarse todas las posibilidades».

A pesar del prestigio que goza la ciencia moderna, veremos que su paradigmática supremacía no es verdaderamente completa, en el sentido de ser un sistema que nos entregue respuestas que aludan no solo al cómo, es decir a la mecánica de los procesos, sino además al porqué, osea, a las causas más allá de lo aparente, sobre lo cual la ciencia permanece sin respuestas. Además, debemos considerar el hecho de que en ocasiones sus propios descubrimientos, al entrar en contradicción con la hegemonía del poder, son encaminados al servicio de ciertos intereses, en parte económicos, pero sobre todo ideológicos. Si en el pasado el hombre se movía por el descubrimiento y la conquista de nuevos continentes y de nuevas tierras, ahora, la esfera política se dirige a la conquista del continente ideológico. Esta es la tierra prometida que hoy seduce la codicia del poder.

Por este motivo, dentro de la ciencia contemporánea hay un sin número de ideas paradigmáticas que permanecen vigentes; es decir, no es tanto por convicción o constatación de las mismas, sino porque en su forma y en su fondo, sirven a los propósitos de la Modernidad, que van llevando a la sociedad en su conjunto hacia lo infrahumano.

Numerosos signos muestran las deficiencias del actual «modelo del mundo», y en su conjunto conforman, por decir lo menos, una crisis de paradigma, situación que vemos reflejada en amplios sectores de ambientes políticos, económicos, sociales, éticos o estéticos. Muchos individuos están ajenos o inconscientes a esta situación, y nada parece conmoverlos ante el estrépito de la Modernidad, más bien parecen fascinados por la creación de un mundo artificial, que lentamente gana autonomía y arbitrariedad sobre la especie humana. Sin embargo, tarde o temprano esto decantará inevitablemente en una transformación de proporciones impensables.

Otra «conquista» de la Modernidad, implica no solo el descontento hacia la clase política, sino un repudio y una apatía generalizada ante la evidencia de una demagogia sin límites. Sin duda causa desconcierto la telaraña de intrigas que se teje en la esfera del poder; que al mismo tiempo, con su vasta red de influencias y recursos maneja la prensa a su antojo. Los extremos ideológicos han terminado por revelarse como dos caras de una misma moneda, y a la larga han ahogado los gritos de revolución de muchos rebeldes que lucharon por la liberación de sus pueblos, y que una vez en el poder, fueron saboteados o asesinados, y otros, mostrándose como revolucionarios carismáticos, no eran más que demagogos y traidores de los valores democráticos que enarbolaban. Sin embargo, a pesar de esto, conviene nutrir la consciencia política, en definitiva, el conocimiento de la historia de las naciones y del papel que cada persona juega en el tejido social. Indudablemente una colectividad en ausencia de memoria y de sentido histórico no puede situarse en el tiempo ni menos forjarse un destino. Conviene señalar además, sobre la consciencia política, que no solo se refleja en el hecho de emitir un voto por algún candidato cada tantos años; algunos creen que cumpliendo con ese deber cívico se convierten en buenos ciudadanos, parecido al hereje que incumpliendo los mandatos divinos va a la iglesia a confesarse el domingo, y con eso queda listo para nuevas fechorías. En una reflexión seria, es evidente que una línea en un papel no es comparable con lo que el individuo realiza durante las horas, los días y los años, hasta que lo inviten nuevamente a «elegir» a sus representantes. Es decir, la consciencia política no es solo una elección de candidatos, sino fundamentalmente vivir de acuerdo a un modelo de mundo y de sociedad, el cual se manifiesta no solo cada cuatro años, sino en todo momento, en todo acto, y en todo pensamiento, ya que hasta la más mínima cosa que hacemos proyecta un modelo de civilización y, en definitiva, es un acto político, donde yace el auténtico germen de la transformación, tanto individual como colectivo, especialmente en estos tiempos en que lo político redunda en una demagogia delirante, plagada de serviles testaferros de las cúpulas de poder; a las cuales les interesa tener una masa tan ignorante como indiferente. En este sentido, es imprescindible subrayar que uno de los principales instrumentos de la Modernidad es el control de los medios masivos de información, los cuales no dudan en tergiversar o distorsionar los hechos según su conveniencia. Al respecto, el filósofo y crítico de arte Gillo Dorfles dice: «Los pseudo-acontecimientos sustituyen a los acontecimientos, los fetiches a los objetos sagrados, los factoids o hechos falsos a los verdaderos. Miremos a nuestro alrededor, leamos los periódicos, veamos la televisión: estamos rodeados de falsificaciones de sucedáneos» . De tal manera, podemos concluir que la historia no es una simple colección de hechos ordenados cronológicamente: si apenas logramos ponernos de acuerdo en lo que sucedió hace un par de años o, más aún, en lo que estamos viviendo en este mismo instante, ¿cómo podemos estar seguros de sucesos más alejados en el tiempo? En el plano bélico, por ejemplo, además del ánimo de conquista territorial, las guerras siempre guardan la ambición de hacer desaparecer a sus adversarios de la memoria colectiva, ya sea destruyendo sus registros escritos, sus construcciones, templos, símbolos y hasta su misma lengua. Casos concretos de esta situación podemos encontrarlos en la invasión de los españoles a América, en aquel encuentro de dos mundos diferentes, por medio de la evangelización, la guerra, y la «encomienda» , rápidamente se borró gran parte de la memoria y de la cultura de esos pueblos. La corona Española consideraba a los indígenas «vasallos dignos», lo cual evidentemente implica quitarles toda autodeterminación y dignidad. En 1864, durante la guerra de la triple alianza en contra de Paraguay, además de aniquilar prácticamente a toda la población adulta, los aliados (el imperio del Brasil, Argentina y Uruguay, bajo la tutela de Gran Bretaña) destruyeron la memoria de varios siglos de historia Guaraní. En la guerra del pacífico, en 1879, y la posterior ocupación Chilena de Perú en Lima, fueron saqueados miles de volúmenes de la Biblioteca Nacional, secuestrando gran parte de la memoria de una nación. En el año 2003, tropas de la coalición lideradas por EE.UU., ocuparon Irak, donde cientos de saqueadores asaltaron la Biblioteca Nacional y el Museo Nacional de Bagdad, con lo que se perdió parte importante de un legado arqueológico de la más remota Antigüedad. Práctica habitual en las guerras, donde los vencedores, apoderándose del pasado, reescriben la historia a su gusto.

¿Estamos en el momento próximo del fin de un gran ciclo o era? Sobre esto se ha hablado bastante y no pocas veces se ha utilizado como producto comercial dentro de cierta literatura new age, y como antídoto al descontento de muchos. Este anunciado «final del mundo», en realidad tiene que ver con el final de un gran ciclo, e implica no solo una reformulación de valores o la eclosión de una nueva forma de ver la realidad, o un paradigma radicalmente distinto, sino que se trata del nacimiento de una nueva humanidad, el quinto sol según los Mayas. Sin embargo, hay que considerar que en materia de cronologías, en antiguos textos proféticos como la Biblia, el Bhagavad-gita, el Libro de Enoc y otros, se habla de que el fin de los tiempos está próximo. Pero si ellos fueron escritos hace más de 2.000 años, es justo preguntarse ¿qué tan próximo? Estas edades, ciclos o kalpas, abarcan períodos de varios miles de años, por lo que resulta difícil dar una cifra precisa. Por lo tanto, la idea de final de ciclo aquí será entendida dentro de una perspectiva que nos permita ver al mundo moderno en un contexto mayor, como parte de una secuencia que podríamos llamar recurrencia histórica, más que un intento por determinar cuándo será el irrevocable término e inicio de la nueva edad. Al respecto, leemos en Mateo 24:36: «Pero de aquel día y hora nadie sabe, ni siquiera los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino solo el Padre».

Por otra parte, en relación al arte contemporáneo, es posible observar que se encuentra en un punto de disolución avanzado. Ya desde el Renacimiento en adelante, vemos indicios de una creciente secularización, donde se va modelando una época que progresivamente olvidará los fundamentos del arte tradicional, de carácter eminentemente sagrado, que actuaba como instrumento de conocimiento y simbolismo, además, era casi siempre anónimo. Aparece sistemáticamente resaltada la figura del artista, sus sentidos y motivos están enfocados en el mundo sensible, la mirada desciende hacia la materia física exaltando el cuerpo y la personalidad. Aun así, dentro del Renacimiento se encuentran todavía expresiones artísticas que conservan elementos tradicionales, como la pintura mitológica de Tiziano, Miguel Ángel o Leonardo, y un sin número de obras que en distintos grados son portadoras de una esencia espiritual que le habla al alma humana que la contempla, elevándolo a la dimensión de lo Sagrado.

Especialmente a partir del siglo XX, el mundo del arte se satura de propuestas conceptuales o estéticas que buscan originalidad, pretenden ser atractivas o rupturistas; la mayor parte sustentadas por un arte especulativo y en extremo subjetivo, al servicio de una ideológica industria cultural, operando como apuestas dentro de una infinita circulación de imágenes, ya sea como reacciones críticas a contingencias sociales, políticas o simplemente personales. Hoy en día, instituciones públicas y privadas patrocinan obras que deambulan entre el residuo, la instalación, la performance, el simulacro y una multitud de estrategias que transgreden no solo los límites de lo artístico, sino los de la inteligencia misma, de la razón y del juicio. Asistimos a una gigantesca operación de control mental y de manipulación de la percepción, que bajo falsas consignas de tolerancia y pluralismo, conduce no solo a la destrucción de la sociedad, sino a la subversión definitiva y última del individuo que, creyéndose liberado de todo límite, en realidad se ha vuelto prisionero de una forma de vida que lentamente lo desnaturaliza.

De múltiples maneras es posible percibir cómo un fenómeno que bien podemos llamar deshumanización, ha ido gradualmente invadiendo el mundo moderno, la mente, la percepción y la vida de las personas. Esta situación ha llevado al hombre a alejarse de su esencia, olvidando quién es y el lugar que ocupa en el universo, llegando a convertirse en el habitante de una tierra desconocida, cada vez más desconectado de sí mismo y de la naturaleza, rara vez eleva una mirada silenciosa desde la tierra a la bóveda celeste, su visión se acorta y se fragmenta en pequeños trozos de materia, las estrellas más lejanas le son tan desconocidas como su propia esencia, y el planeta sobre el cual camina le es tan ajeno e inerte que no se fija donde pisa, lo que come y el aire que respira.

Aunque en el último siglo los procesos se han acelerado, la historia se despliega de manera más o menos gradual, por eso hoy día el hombre considera como normal una serie de situaciones que son del todo anómalas, tanto en lo que se refiere a su propia psiquis, como a las condiciones y características que hoy día vemos manifestadas por doquier. A esto se refiere Martin Lings cuando dice: «es como si una nueva raza se hubiera desarrollado con el paso de las edades con características propias, diferentes a las que tenía la humanidad original» . Esta raza somos nosotros, todos los que vivimos en esta época, donde cada persona participa en la creación del tejido social y de los significados que damos a las cosas. La vida es un hecho tan individual como colectivo; nos abrimos paso en el mundo como individuos, pero siempre dentro de una construcción mayor, en la cual se da una retroalimentación, donde lo individual dialoga con la mente colectiva, con el imaginario, que en gran medida también determina nuestras conductas y creencias. Como afirman los antiguos videntes toltecas, vivimos en una constante interpretación de la realidad, y no en la realidad como creemos, que en sí misma es una abstracción, una idea que nunca se llega a abarcar o siquiera tocar. Sin embargo, en nuestra existencia subjetiva se encuentran elementos que nos revelan que, más allá de las transformaciones de la naturaleza, hay estructuras y principios según los cuales se manifiesta el Cosmos, entendidos estos como elementos primordiales e inmutables, causas o arquetipos de todas las formas y seres vivos. A lo largo de la presente investigación veremos cómo esta visión platónica de la realidad no es resultado de un difícil ejercicio metafísico, sino que una conclusión que decanta por sí sola, y de la cual el ser humano en sí mismo es también un ejemplo.