Lo sagrado y lo profano

Una guerra religiosa en tiempos modernos.

Considero que asistimos a un tiempo extraño, donde con fuerza inusitada se dispone de la vida humana y se moldea la consciencia y la percepción de la realidad, con un empeño a veces desesperado, por imponer una forma de pensar y de vivir, donde el curso natural de las cosas está siendo reorientado en direcciones y sentidos que no solo pretenden modificar el devenir natural y espontáneo de la vida, sino y sobre todo; el mismo ser de las cosas, y en especial, del ser humano.

Si hay algo que caracteriza este tiempo, es la confusión, hablando el mismo idioma apenas logramos entendernos, incluso cada vez parece menos necesario discernir con lógica, coherencia y veracidad. Observo, con no poco espanto, como la sociedad le da la espalda al discernimiento, al acto fundamental de discriminar lo verdadero de lo falso, y en general, a todo aquello que es coherente, lógico y apegado a la razón. Hace poco escuché que alguien decía: “A mí no me interesa lo que es verdad, sino lo que me deja tranquila”. ¿Será este solo un sentir individual o un mal que aqueja al mundo moderno en su conjunto?

Debemos considerar que nuestra civilización se basó desde un comienzo en el principio de la verdad. Los antiguos presocráticos accedían a ella por la intuición directa del intelecto, por los mitos, luego por el logos, y más tarde en gran medida en occidente, por la fe cristiana. De tal manera, por medio del intelecto, la razón y la fe el hombre accede tradicionalmente a la verdad. Si hablamos de la “verdad desnuda”, no es una experiencia común ni fácil de alcanzar para un hombre de cualquier época, incluso es una aventura peligrosa, así como se relata en el fabuloso mito de Acteón, pero aquí me refiero más bien a un principio filosófico fundamental, que nos reúne en torno a la idea de unidad, y nos sugiere un sentido de trascendencia y de lo sagrado; pues la verdad es por excelencia lo sagrado, y vice versa, es decir, lo sagrado es por excelencia lo verdadero.

Por tanto, en esta era de escepticismo y relativismo emerge una nueva atmósfera de la experiencia humana, que negando la razón y la lógica más elemental ha decantado en la llamada “post-verdad”, una suerte de inversión donde se propone que la realidad debe subordinarse a las percepciones o creencias subjetivas, se pretende eliminar la naturaleza intrínseca de las cosas, en buenas cuentas; la realidad en si misma, donde el ser es abolido por el devenir de simples opiniones y deseos. Esto bien debiéramos entenderlo como la muerte de la verdad; que representa entonces la muerte de lo sagrado, y con ello la consagración de lo profano en una anti-cultura de la profanación.

¿Es esto llevar las cosas demasiado lejos? Considero que cuando a gran escala se pisotea la verdad de tantas maneras y se miente consistentemente a las masas, aceptando estas sumisas el sabor del engaño y abrazando su esclavitud con fervor, es que estamos frente a una muerte de la verdad. Por ejemplo, en el ámbito político se instaló en Chile la gran falacia del “estallido social”, que en realidad es la última fase de un proceso revolucionario asociado a políticas globalistas de Naciones Unidas,que intenta utilizar a Chile como experimento para instalar su agenda 2030, socavar la soberanía de las naciones y la libertad individual. La otra la gran carcajada del demiurgo ha sido sin duda la instalación de una “pandemia” universal, para comenzar a imponer groseras restriciones de libertades, y someter a un experimento médico a masas hechizadas por el terror. ¿Qué ocurrió en estos magnos eventos? Sin duda alguna, la muerte de la verdad, y además con una brutal censura, persecución y estigmatización a los disidentes, a los que opinaban distinto del relato oficial. Así lo señala el dramaturgo de la antigua Grecia, Esquilo, “La primera víctima de la guerra es la verdad”. Este es el indicio más claro de que estamos enfrentando tiempos de guerra, no de tipo convencional, esta no destruye directamente sino que “deconstruye”; según Derrida la deconstrucción es una “estrategia” para la descomposición de la metafísica occidental. Esto implica la abolición de jerarquías y de lo que ha sido considerado por milenios como bello, bueno y verdadero. Aquí ya no cabe hablar de ser o de trascendencia, todo es relativizado, convertido en devenir, apariencia e inmanencia, donde lo sagrado, lo verdadero y lo real, pretende ser subvertido, y en último término suplantado por lo profano, lo falso y lo virtual, y de esta manera terminar por convertir la vida humana en una fantasmagoría, en la sombra de una sombra, poblada por un colectivo de apátridas asexuados, soberbios odiadores de todo lo bueno, bello y verdadero. Estas dos atmósferas diametralmente opuestas, representan dos tipos humanos que siempre han existido y convivido en la historia, pero en ciertos períodos las diferencias se acentúan, salen a la superficie y se disponen en un enfrentamiento, un estado de guerra material, pero sobre todo espiritual. Al respecto nos dice Chesterton: “Hay una guerra religiosa cuando dos mundos se encuentran, es decir cuando se encuentran dos visiones o dos atmósferas morales. Lo que para unos es el aire para respirar, para otros es el veneno, y en vano se fundirá lo turbio con las aguas cristalinas”.

Hoy día se escucha bastante la expresión “batalla cultural” o “guerra ideológica”, ambas expresiones asertivas y correctas, lo que pasa es que esta revolución está dirigida a todo ámbito de la vida humana, es decir, esto implica que además estamos inmersos en un tipo de guerra espiritual o una guerra religiosa como dice Chesterton, donde se pretende destruir o “deconstruir” el acervo completo de la antigua tradición cultural y espiritual de occidente, hacer tabula rasa del ethos, eliminando la idea de Dios, en especial hacer desaparecer la iglesia católica, que es a la que más parece odiar la revolución en curso. Tal como ocurrió en la revolución francesa, o en la más reciente guerra de los Cristeros en México a principios del siglo XX. Pero como decía antes, el actual proceso revolucionario quiere destruir no solo la fe católica, sino toda idea de trascendencia espiritual, toda metafísica e idea de naturaleza humana provista de un alma divina un sentido teleológico. En contraposición se ofrece la máxima marxista del “paraíso terrenal”, donde un ocaso de la metafísica daría paso a un sofocante devenir material y una emancipación final de toda jerarquía, de todo límite moral, ético y estético.

Así quedaría abierto el camino para una tecnocracia gobernada por algoritmos, y con ello, la obsolescencia del hombre, gracias al desarrollo de la biotecnología, se fusionaría el cuerpo humano a la máquina dando lugar al “ciborg”, una especie de super-hombre un homo-deus, el resto de personas serán considerados de segunda clase, prescindibles o inferiores por no estar actualizados por los últimos programas tecnológicos. Esto que parece de ciencia ficción es haciadonde se dirigen muchos de los esfuerzos tecnológicos y políticos, siempre bajo influjos progresistas que incluso especulan con la quimera de la inmortalidad, cosa que no solo es propia de la corriente transhumanista contemporánea sino que ya lo planteaban los cosmistas rusos a principios del siglo XX y que detonaría la loca carrera espacial.

Pero siguiendo la lógica de la llamada cuarta revolución industrial, antes de poder fusionar el hombre a la máquina, este debe ser vaciado; diluida su esencia, congelada su conciencia, borrada su memoria y confiscada su alma, ya que solo aquel que ha sido vaciado de su ser espiritual puede aceptar ser controlado por una “inteligencia artificial”. Me parece que esta es la guerra que actualmente se está librando, por supuesto bien camuflada de buenos deseos y nobles causas, pero detrás de esta máscara se esconde una agenda política, un implacable e inhumano leviatán, que asecha en cada rincón de la vida con invisibles tentáculos. Sin embargo, lo principal es comprender que estamos enfrentados a fuerzas que exceden el nivel de lo humano, el mal que invade el mundo y que adopta la forma de la “deconstrucción”, de la mentira, y de todo lo vulgar, prosaico y ruidoso, no solo es acción de la soberbia, la ambición y la estupidez humana, sino de fuerzas espirituales desconocidas y demoníacas que una y otra vez seducen al hombre a caer bajo el hechizo del mundo. Este hombre caído, según la Tradición, vaga lejos del paraíso del cual proviene, arrojado al plano terrestre ha olvidado su origen, ha perdido su instinto y deambula entre sombras, sueños e ilusiones. Digamos que además de la luz de un Dios creador, existe, aunque sin ser para nada equivalente, la obscuridad de un demiurgo engañador, de un ángel caído. Nunca debemos olvidar sin embargo, que la oscuridad no es algo en sí mismo, sino solo la ausencia de luz, de igual manera no existe un principio del mal, sino solo la distorsión y la inversión del bien.

Finalmente, podemos afirmar que la guerra espiritual es intrínseca a la condición humana que por su libre albedrío se debate siempre entre la elección de caminos; uno ascendente, hacia la virtud y el bien, y otro descendente hacia la tentación del deseo y la vida fácil del mal.

Digo que ahora estamos en una guerra espiritual y religiosa, pues se nos pretende imponer tal nivel de espurias falsedades e indecibles aberraciones que no cabe más que tomarlas por lo que son; una decidida declaración de guerra a esa espléndida esencia espiritual que yace en el fondo del ser humano. No es este tiempo de callar, ni de mirar para el lado, ni menos de traicionar lo que sabemos que es verdad. La victoria la obtendremos solo con esfuerzo y sacrificio, del latín sacrum-facere; que significa hacer sagrado. Pues nada realmente valioso se obtiene fácilmente.